El que agradece que en la tierra haya habido Borges[1]
Nunca se supo quién tiró la última piedra ni por qué. Fue como un hastío de colmena, como una epifanía colectiva. La muchedumbre se dispersó en un vapor liviano mientras las personas se miraban con extrañeza, tratando de recordar qué estaban haciendo allí. Libre de pecado no estaba ya nadie a estas alturas del partido, pero eso no redimía a El Sistema de sus excesos ni de sus omisiones. Lo difícil era entender quién era “El Sistema”. Claramente no los donnadies que encumbraban los tarjetones, perplejos y glotones como todos los demás… Humanos, demasiado humanos. El ideal platónico de los gobernantes ya estaba bien entrado en su crepúsculo.
Los pregoneros de la igualdad se sorprendieron de pronto sin tarimas ni balcones desde donde arengar a las masas. La gente estaba cansada. Asuntos importantes, como sus familias y la sopa de la cena, les esperaban en casa. Seguiría habiendo idiotas motivados con un plan y cada quien seguiría haciendo más o menos lo suyo y la sociedad seguiría marchando con la inercia de los apetitos básicos y la ilusión de orden, para fortuna de las mentes más ociosas (y también de las más ansiosas, que con no poca frecuencia son las mismas)[2].
No era el amanecer de la utopía; era más bien la resaca de las revoluciones. Cualquier análisis medianamente responsable llevaba a la conclusión de que lo fundamental no había cambiado casi nada. La violencia, por ejemplo… o la tentación de tiranía, que pudría hasta el corazón más bienintencionado con vanidades mesiánicas y apetitos refinados.
Tal vez fue ese estado terminal de las cosas, esa erosión silenciosa y fatal que no alardea su ímpetu, esa tensa calma que paraliza el viento cuando una implosión es inminente, lo que hizo que ese país le diera la oportunidad a una idea disparatada, una de esas soluciones contraintuitivas como la medicina alternativa.
En cosa de semanas la concurrencia se volvió masiva, mucho mayor en número que cualquier votación registrada en la historia. Sería más exacto llamarla “viral”, como es el decir de ahora, además porque la iniciativa se publicó en La Red y consistía en una propuesta sencilla: “que cada quien se limite a comprar lo estrictamente necesario para su digna subsistencia, por un tiempo indefinido. Cuando ese tiempo termine, se sabrá”. La propuesta se publicó a manera de meme, por lo que su anonimato fue cuestión de horas. Eso la hizo paradójicamente más confiable: nadie en particular se haría inmoralmente rico ni poderoso gracias a ella.
“Lo estrictamente necesario” es la definición menos universal del universo, pero es mucho menos de lo que se compraba antes en ese país. Curiosamente, no se produjo una quiebra masiva de grandes compañías, como habían predicho Los Expertos. Lo que sí hubo fue una reducción drástica de sus utilidades (las de las compañías y las de Los Expertos). Dejándose llevar por su malos hábitos materiales, intelectuales y morales, los grandes magnates recurrieron primero a los despidos masivos, generando una crisis de desempleo. Para su muy grata sorpresa, los nuevos desempleados comprobaron que lo ahorrado tras meses de austeridad les alcanzaría para cubrir sus ahora reducidos gastos durante varios meses más.
Meses que bastaron para que los inmoralmente ricos no supieran en qué gastar su capital acumulado, pues los bienes y servicios suntuarios ya habían sido descontinuados por su escaso consumo. Quedaban las ciencias, la educación, la cultura y otros sectores de esos que con cobertura decente y precios razonables no son negocio, pero al menos generan empleo. El sano temor a una depresión económica les quedaba todavía a estos ya-no-tan-magnates. Quizás por eso, por el hábito de reinvertir y por la confusión de estos tiempos tan raros, el capital terminó siendo destinado a los poco ostentosos sectores.
No teniendo que dedicarse ya a manipular a las personas ni a inducirles una adicción tras otra para que compraran sin parar cantidades incalculables de basura (con la vil excusa de que era indispensable para el buen funcionamiento de La Economía), las altas ciencias del Mercadeo y la Publicidad, que en el último siglo y medio habían producido una amalgama de psicología, magia taumatúrgica y ciencias naturales sin precedentes en la historia registrada, junto con las artes menores denominadas “entretenimiento”, que no eran sino una de sus ramas más exitosas, pudieron volver al seno de El Arte, y retomar, de la mano de la educación, su función original de enseñar a las personas a encontrar sus llamados de vida.
Algo similar ocurrió en muchas otras áreas del saber. Por ejemplo, en el estudio de la política se revisó y complementó por fin la (increíblemente estúpida e irresponsable) teoría del cálculo decisional, que en su formulación inicial responsabilizaba exclusivamente a las personas de todas sus decisiones, pero especialmente de las desacertadas, bajo el supuesto de que las tomaban siempre con premeditación y autonomía, tras haber evaluado serenamente sus pros y sus contras, y sin mediación alguna de su pasado ni de sus circunstancias ni de sus emociones ni de influencias externas. Esto había alimentado una cultura de la culpa y la impotencia, despojando de agencia política a un porcentaje altísimo de la población, a la par que justificaba las peores atrocidades políticas y económicas del siglo, mejor dicho, justificaba a El Sistema y a las inmundas vejaciones cometidas en su nombre.
Tal como lo había sido antes, fue cosa de imaginación seguir encontrando nuevos mercados en los cuales reinvertir, enfocándose no ya en inventar nuevas necesidades, sino en diversificar y cualificar las existentes. La nefasta educación masiva Taylorista, por ejemplo, que hasta entonces había sido una mezcla de cárcel y guardería con paupérrimos estándares de formación tanto emocional como intelectual, fue reemplazada por miles de institutos más pequeños y especializados, desde la educación preescolar hasta el posdoctorado. La especialización que reemplazó la masificación exigió volver a cobrar altas sumas por los bienes y servicios que la requerían, produciendo las utilidades para alimentar al insaciable monstruo del valor y para financiar la producción de los bienes y servicios menos especializados.
Lo mismo ocurrió con los bienes suntuarios, que reaparecieron con un ropaje más ético y para tranquilidad de la alta estética. No era ya que los inmoralmente ricos compraran este tipo de artículos sin mesura, erigiendo museos a la falta de moderación, el mal gusto y el kitsch; era que los aficionados de corazón a tal o cual manifestación estética hacían sacrificios formidables de sus ingresos y comodidades para enaltecer sus vidas, otorgando de paso a los artistas el debido reconocimiento material y existencial por sus obras maestras.
No dejaron de haber problemas: no dejaron de haber humanos. No se acabaron la miseria ni el hambre ni las necesidades del alma. La especie de los simios lampiños simplemente se recuperó de esa fiebre de chucherías que le entró cuando dominó la mecánica y creyó haber matado los fantasmas, como si pudiera matar su imaginación, equivalente inmaterial del pulgar oponible. El cambio más significativo fue que las personas del común dejaron de pretender la decencia política al tiempo que defendían una economía del robo, el desperdicio y la adicción. Retirado el velo de ignorancia que cosquilleaba sus glándulas, también Los Expertos pudieron ver la asquerosidad que habían alcahueteado por varios siglos, entorpeciendo la acción ciudadana de los ingenuos que creían sus dogmas a ojos cerrados. Nadie cambió bienestar por pobreza; nadie renunció a ambiciones ni a sueños; sólo se cambió la masturbación degradante de los apetitos por la satisfacción mesurada de las necesidades, idea que sabios de Oriente y de Occidente habían anticipado hacía miles de años, como un vaticinio de esta ebriedad que sería la supuesta cúspide de la civilización, y del callejón sin salida en el que se meterían intentando cambiar la administración sin tocar la producción. No fue el amanecer de la utopía pero sí la primera revolución genuina desde la agricultura. La especie de los simios lampiños evolucionó por fin hacia nuevos desafíos y nuevas adaptaciones. Atrás quedó la larga Edad Oscura en la que se creyeron sólo materia.
[1] Y Monterroso y Calvino y Kafka y Saramago.
[2] Aclaración: Mente ociosa no necesariamente es sólo aquella que no se ocupa de nada, sino también aquella que es incapaz de hacer nada, que necesita desesperadamente la actividad continua, so pena de descubrir que no vive por ni para nada, que se ha poblado de trivialidades.