El retraso

“Time is everybody’s cross”[1] Charles Bukowski

A casi nadie lo tomó por sorpresa el anuncio de que el vuelo de las diez estaba retrasado. La lluvia no daba tregua y de vez en cuando un estruendoso relámpago hacía llorar a los niños, seguido de cerca por un blanco resplandor que brillaba en la sala como el flash de una cámara fotográfica gigante. Acaso un par de personas habían guardado la esperanza de que el vuelo saliera a tiempo, tal vez por el afán de llegar a cumplir un compromiso de fuerza mayor en la ciudad de destino o simplemente porque no soportaban espera alguna. A esos dos infortunados la noticia les cambió el semblante, sus rostros se alargaron hasta desfigurarse como cera ardiendo, frustrados ante la perspectiva de una espera interminable. Los demás permanecieron tranquilos, tomando café y mirando sus smartphones. Algún inadaptado que había sacado un libro prosiguió su lectura.

Pasados unos veinte minutos de la nueva hora de partida, los pasajeros del vuelo de las diez fueron llamados a abordar. Los dos infortunados impacientes no pudieron llegar de primeros, pues tuvieron que recogerse del suelo donde habían quedado esparramados de exasperación, pero sus articulaciones reaccionaron con prontitud suficiente para ubicarlos de un salto de pulga en la mitad de la fila. Los demás pasajeros fueron alineándose poco a poco. El que leía quedó de último porque esperó hasta terminar el párrafo en que estaba para ponerse de pie. Sus compañeros de viaje no sabían esto, pero algo por el estilo sospechaban y empezaron a mirarlo con desconfianza.

Para llegar a la nave había que bajar unas escaleras, atravesar un largo corredor y caminar un pequeño tramo de la pista. Uno de los impacientes sintió el apremio de su gastritis; al otro el dolor de cabeza empezaba a ponerlo turulato. De pronto, la fila se detuvo. Adelante y atrás no se veía más que corredor. Adelante y atrás, cientos de personas. Todos los pasajeros veían lo mismo. Un breve suspenso dio paso a la zozobra, el ambiente se enrareció tornándose grisáceo y opaco.

El aire empezó a calentarse y a ponerse denso, como si en vez de un corredor, estuvieran en un ascensor. -¿Qué, qué pasó?-, dijo alguien. Era el lector, que por estar sumido en su libro, recién se daba cuenta de que algo no andaba bien. El silencio que reinó fue una hostilidad más implacable que cualquier insulto. De haber creído en el mal de ojo, hubiese caído muerto al instante. Hubo tantas alusiones mentales a su madre, que a cierto cadáver en un cementerio distante se le enrojecieron las orejas de modo antinatural. Se sintió mal por tanto desprecio gratuito, pero qué le iba a hacer, no era su culpa lo que pasaba, así que volvió al libro con cuyo protagonista había entablado una entrañable amistad.

El tiempo parecía haberse detenido, pero eso no podía ser, pues constantemente pasaban empleados del aeropuerto de aquí para allá. A la pregunta de qué estaba pasando, todos respondían de manera idéntica y seguían su andar afanoso hasta perderse en la distancia. La respuesta era una tortura para personas que, como estos viajeros, sabían de eficiencia: -No es nada, no se preocupe, la acomodación de los pasajeros en el avión está tardando un poco-. Varias personas que ejercían cargos ejecutivos en prestigiosas multinacionales desmayaron con tan solo oír semejante explicación.

La zozobra se volvió angustia. Los viajes en avión debían ser rápidos, esa era su esencia, si la gente no necesitara llegar rápido a su destino viajaría en carro, en bus o, si querían disfrutar del paisaje y no llegar nunca, a caballo. Así se lo hicieron saber al personal del aeropuerto que seguía en su vaivén, pero cada uno de ellos, como un robotcito perfectamente programado, respondía: -No es nada, no se preocupe, la acomodación de los pasajeros en el avión está tardando un poco-, y seguía su camino sin mirar atrás.

Para colmo de males, la tormenta eléctrica parecía haber alterado algo en los dispositivos electrónicos, pues lo que para todos habían sido al menos dos horas, en los relojes de todos sus smartphones habían sido unos cuantos minutos. En realidad, todos menos uno compartían esta percepción. El lector concordaba con los relojes, pues seguía en la misma página que cuando los habían llamado a abordar. Por fortuna suya, esto no lo oyó nadie, aunque estaba seguro de haberlo dicho fuerte y claro, con una intención, todo hay que decirlo, ligeramente provocadora. No le prestó atención al nulo efecto de sus palabras, había sido ignorado antes.

La situación era dramática, desesperada, los pasajeros del vuelo de las diez no podían ya estar pendientes de la hora, no podían hacerles seguimiento a sus apretadísimas agendas, no podían avisar a los socios, parientes o amigos que les sería imposible asistir a las citas programadas ni preguntarles si era posible posponerlas, no podían siquiera saber si ya habían faltado a los compromisos más inmediatos o si estaban a punto de hacerlo. Todos sabían que no había nada peor que el incumplimiento, ya fuera por demora o por ausencia. Sobre cuál de los dos escenarios era peor no había consenso. Como murciélagos que por enfermedad o por causa desconocida resultan volando al aire libre a plena luz del día, los pasajeros del vuelo de las diez se desquiciaron.

Hubo quien, en su afán de resolver la situación, llegó al final del corredor infinito. Al ver que no volvía, los demás sintieron una esperanza de proporciones bíblicas, como cuando aquella paloma no volvió al arca de Noé tras cuarenta y tantos días entre diluvio y disminución del nivel de las aguas. Haciendo acopio de toda su valentía, decidieron seguir a la intrépida mujer por el interminable corredor, que una vez cuestionada su infinitud recobró sus dimensiones habituales. Al llegar a la puerta, vieron cómo la fila se extendía por el pequeño tramo de pista, subía las escaleras y entraba al avión. Los empleados del aeropuerto seguían yendo y viniendo, y a la pregunta por la demora, respondían: -No es nada, no se preocupe, la acomodación de los pasajeros en el avión está tardando un poco-, luego de lo cual continuaban con su frenético vaivén.

La intrépida mujer que había llegado primero a la puerta, al borde de las lágrimas ante la incertidumbre sobre si volvería a ver a su familia, tuvo un nuevo gesto de coraje al denunciar el secuestro en Twitter. Allí aclaraba que no sabía si era obra del terrorismo internacional, los grupos subversivos locales o la delincuencia común. El coro de llanto no se hizo esperar y mientras lloraban, los demás pasajeros tomaban fotos para respaldar la denuncia de la intrépida mujer. Para su infortunio, no podían saber a ciencia cierta si sus publicaciones habían llegado al mundo exterior o siquiera a la nube exterior, pues los relojes de sus smartphones seguían inexplicablemente averiados. Luego de media hora que todos los relojes registraron como un minuto, apareció el lector con el típico gesto despreocupado de quienes no entienden cómo funciona el mundo.

El diagnóstico sobre su condición era unánime: era un idiota (además de mudo). Él, como buen idiota, ignoraba ambas condiciones. Pero le convenía, sus compañeros de viaje ya no lo veían con desprecio sino con lástima y todo el mundo sabe que la lástima es más noble que el desprecio. El lector idiota sólo sabía que al levantar la vista tras terminar un párrafo más, se había hallado solo, de modo que había decidido avanzar hacia la puerta de salida a la pista, lamentando que la espera no se prolongara más, pues no alcanzaría a terminar el capítulo y total daba lo mismo llegar a dormir a medianoche o a las dos de la madrugada.

La providencia volvió a sonreírles a los pasajeros del vuelo de las diez: notaron que una de las empleadas del aeropuerto no se movía de aquí para allá, sino que estaba quieta. Era la señorita encargada de recibir los tiquetes. Sin pensarlo dos veces la acorralaron y la tomaron de rehén. Si la administración del aeropuerto estaba detrás del secuestro, tendrían que negociar; si no, de todos modos tendrían que tomar cartas en el asunto para garantizar la seguridad de su trabajadora. Para aumentar el dramatismo y ejercer más presión, empezaron a increparla con violencia por todos los compromisos a los que seguramente ya habían fallado y a hacer cálculos de las cuantiosas indemnizaciones que debería pagarles por cada uno de los valiosos segundos que vilmente les habían sido arrebatados.

La joven, como todos los allí presentes, sabía que el tiempo era oro. Además, al igual que el idiota, ella era lectora. Recordó a los hombres grises que Momo había tenido que enfrentar, recordó asimismo el temor que ellos le habían producido de niña, y entró en un ataque de pánico. Un llanto (mucho, grande, profuso) la subyugó como si de una posesión se tratara. La expresión de su rostro era una perplejidad inalterable que nada podía con el torrente de lágrimas, mientras su voz luchaba impotente con la taquicardia y la falta de aire, que conspiraban para que no se entendiera una sola palabra de lo que intentaba decir. El lector idiota, conmovido, aguzó el oído y logró resolver el acertijo. La joven decía que de niña se había jurado nunca hacer lo que esos horribles hombres grises hacían: robarles el tiempo a las personas.

La estrategia de los pasajeros surtió efecto: la fila empezó a avanzar. Tan pronto soltaron a la joven de los tiquetes, ella cayó al suelo como un trapo y pudo llorar su horror con más tranquilidad. Los desesperados viajeros se abalanzaron hacia el avión en tumulto y en unos instantes lo habían abordado todos. Como era de esperarse, el lector idiota se tardó. Todos sabían que la lástima era efímera, de modo que volvieron a odiarlo, máxime cuando corrió el rumor de que se había quedado consolando a la joven que ellos habían tomado de rehén. Cuando al fin lo vieron abordar el avión, su rostro idiota sonreía, viéndose más idiota aún, y su mano sostenía un papel. Alguien adivinó que se trataba del número de teléfono de la joven rehén y montó en justa cólera: -¿Pero quién escribe un número telefónico en un papel hoy en día? ¿Dónde está su smartphone?-, vociferó indignado.

Entretanto, algo sucedía en la parte de atrás del avión. Un hombre estaba a punto de un ataque de nervios, al parecer uno de los infortunados impacientes. Era una proeza que hubiese guardado la compostura por tanto tiempo, pero eso estaba por cambiar. El hombre alegaba que ya había pasado más de media hora desde el abordaje y que la avería de los smartphones lo tenía con los pelos de punta. Los aparatos coincidían en que no habían pasado más de dos minutos desde el abordaje. Los auxiliares de vuelo intentaban tranquilizar al angustiado pasajero, asegurándole que simplemente se estaban realizando los procedimientos de rutina previos al despegue.

Él, ya desesperado y tal vez intentado replicar la estrategia exitosa del rehén, amenazó con tomar represalias contra la madre de uno de los auxiliares. El auxiliar perdió completamente los estribos, nada pudieron sus compañeros para evitar la furia humillada que lo invadió. Al parecer era muy susceptible con eso de que le nombraran a su progenitora. El idiota, que justo en ese momento pasaba por el pasillo, trató también de calmar al auxiliar enfurecido. En sus gestos había auténtica empatía, pero su sorpresa no pudo ser mayor cuando el auxiliar le dijo: -¿Qué? No le oigo nada, deje de hacer muecas,  ¿usted también se cree muy chistoso?- El idiota entendió por fin lo que estaba pasando: ¡Se había quedado mudo! Sus compañeros de viaje no habían pretendido ignorarlo, ¡no lo oían! Pero, ¿cómo habría logrado comunicarse con la joven de los tiquetes?

No había asimilado el idiota la pregunta que brotaba en su mente, cuando el auxiliar enfurecido se abalanzó contra el hombre que había amenazado a su madre y en un parpadeo se armó una trifulca que involucró a todo el avión, como si de la apertura de una tienda en baratas se tratara. En medio de los nervios el lector idiota olvidó su recién descubierta mudez y empezó a decir algo con vehemencia. No se veía más que un manoteo que a todos les era indiferente, parecía un policía de tránsito. Volaron cubiertos plásticos, cámaras fotográficas, folletos de seguridad, máscaras de oxígeno, controles arrancados de los espaldares de las sillas y, por supuesto, smartphones. El agotamiento físico de los combatientes y la aparición de la policía acabaron con la pelea. Los agentes lamentaron haber llegado tarde y abandonaron la nave, mientras pasajeros y auxiliares se abrazaban como cuando termina un partido de fútbol.

El lector idiota no se veía por ningún lado, hasta que uno de los auxiliares tropezó con su cuerpo sin vida en el piso. Le habían propinado un golpe letal en la cabeza con un smartphone. Por fortuna, el forro de caucho había evitado que el aparato se dañara, aunque seguía dando mal la hora. Por un instante no supieron qué hacer con el difunto. Luego llegó un pasajero desde la parte delantera del avión, el que había visto el papelito con el número telefónico de la joven rehén, y los hizo caer en cuenta de dos cosas: primero, que el difunto era idiota, mudo y hasta lector. Segundo y más importante, que a una persona que no tenía smartphone no la podía estar esperando nadie. Los demás, por el contrario, tenían importantes compromisos que cumplir, sin mencionar aquellos a los que ya habían fallado. Con la tranquilidad de esa aclaración, metieron el cadáver del idiota lector al baño para que no obstruyera el pasillo. El avión, por fin, despegó.


[1] “El tiempo es la cruz de todos” Charles Bukowski

1200 1085 El Puente de Octarina
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