El puente de octarina: Breve historia… de las historias

El puente de octarina: Breve historia… de las historias

I.

Aquí podrás escuchar la primera parte en la voz del autor.

En El puente de octarina vamos a hablar de historias. Tal vez convenga empezar entonces por una breve historia… de las historias, o sea, una metahistoria, ya que lo “meta” está tan de moda. El dilema huevo-gallinezco de quién fue primero, si los dioses o la humanidad, es imposible de resolver a ciencia cierta y esta es una primera característica que comparten la mayoría de las historias (por no decir todas): la imposibilidad de la ciencia cierta. Podría ser que, aprovechando su atemporalidad, algunos dioses hubiesen ocupado todo el espacio de la historia desde el inicio del cosmos, en una especie de retroactivo existencial, para volverse los narradores, o mejor dicho El Narrador, único, omnisciente y verdadero, como durante los últimos siglos ha hecho La Ciencia. Bien documentada está la arrogancia de los unos y de la otra.

Según una de las historias más aceptadas desde el siglo XX, el arco narrativo del simio lampiño conocido como homo sapiens, y que aquí llamaremos también homo fabulus, empezó con una sopa de minestrone: el caldo cósmico. A saber desde cuándo andaba… la mundo[1] experimentando con recetas de cocina, lo cierto es que ese caldo le quedó tan bueno que de él surgió la vida orgánica y, millones de años más tarde, el homo fabulus. Entre los demás primos primates y nosotros media un océano de misterio, adornado ocasionalmente por datos aislados, como nenúfares que arrastró la corriente y que no volverán jamás a su charco. Esta es la segunda característica que comparten la mayoría de las historias, pero que es más notoria en aquellas que aspiran a ser La Verdad (la dictadura no es sólo política): es como tener los capítulos 3, 15, 24 y 39 de una novela de 45 en total; uno se ve obligado a adivinar el resto, siendo ese juego de interpretación uno de los pasatiempos favoritos del homo fabulus.

Cómo nos bajamos de los árboles y por qué y para qué es parte de esa hermenéutica perpetua que los auditores de La Realidad y los burócratas de La Ciencia llaman conocimiento, con esa grave y solemne seriedad que les caracteriza hasta cuando hacen popó (sus intimidades escatológicas son cortesía de los pixies que los espían). Lo que parece claro es que adquirimos dos superpoderes de suprema importancia para la especie: el pulgar oponible y la imaginación. Con el pulgar aprendimos a hacer pinchos; con la imaginación desbloqueamos el drama, o sea, aprendimos a contar historias. Sumada la gastronomía a la ecuación, desarrollamos el tipo de cerebro que compensa la falta de pelaje con alta costura. Mandíbula más pequeña, cerebro más grande, manos más hábiles y el homo fabulus se volvió un bicho capaz de crear y recrear a una escala que no tiene comparación (al menos en el multiverso conocido).

Mientras afilaba la lanza con la cual cazaría el pincho, cantaba una escena de caza pintada en su cueva; mientras recogía el trigo para el pan de la cena, interpretaba el papel de la cosecha en la preservación del orden cósmico; mientras preparaba los vegetales que serían la guarnición, relataba la analogía sagrada entre nutrir la panza y nutrir el cariño. Mientras creaba un entorno para subsistir y reproducirse, lo recreaba en historias sobre un fantasma llamado humanidad: una cosa sin cuerpo ni asiento físico que era la especie pero era algo más que la especie y sin la cual la especie ya no podía ser la especie. La humanidad sólo puede observarse en sus historias, que no sólo se manifiestan en el drama narrado, sino también en estatuas, recetas de cocina, ritmos, prendas de vestir, cantos, memes, el drama representado, la danza… y también en las otras historias, las que no quieren ser historias, pero ya llegaremos a eso.

Aquí se empieza a armar un enredo de los mil demonios (y eso que los demonios todavía no tenían ese nombre…). Es como si el homo fabulus hubiese empezado a intuir su capacidad de engendrar fantasmas… Cuidado, eso no hace a los fantasmas menos reales y, de nuevo, la cosa con el tiempo es tramposa: al no ser sacos de carne que saben que van a podrirse (que es lo que nos ata a nosotros al transcurrir), esos fantasmas, esos seres inmateriales, habían existido desde… ¿siempre? (eso depende de cuándo empezó “siempre”…), pero para ese momento nosotros ya éramos bien conscientes de su papel fundamental en la vida humana. Mejor dicho, nos dimos cuenta de que no eran personajes secundarios sino coprotagonistas. Pero el superpoder de la imaginación, como todo superpoder, tiene lados inesperados, siempre hay en él demasiado potencial mágico latente como para pensar más de la cuenta sin que haya consecuencias… Por otro lado, con las relaciones llega la intriga y ya había suficientes seres con inteligencias de gran complejidad, seres imaginarios, imaginantes, imaginados, como para darle a este drama… su trama.

Antes de seguir hay que hacer dos aclaraciones importantes. La primera: ¿cuándo demonios pasó todo esto? (los demonios están que se manifiestan, pero tengan paciencia, sagrados hermanos, en el momento oportuno les haremos justicia.) Si tus referentes son sólo tus clases de historia… pffff, no tenemos prácticamente nada, pero bueno, esa cronología (aunque arbitraria e inexacta como la que más) puede sernos útil. Ubícate en las “primeras civilizaciones”, cuando “empezamos” a construir ciudades. Y cementerios. Y… no, templos no, los templos estaban desde mucho antes. Lo otro es que hace un momento, así, casual, como quien no quiere la cosa (o como si fuera cualquier cosa), mencionamos la magia. Según el gran maestro Alan Moore[2], en aquel tiempo la magia comprendía todos los saberes y haceres humanos, o sea, todo lo que hacíamos con el pulgar oponible y con la imaginación. Su definición de magia es “el involucramiento intencionado con los fenómenos y posibilidades de la consciencia”, pero en esta página preferimos cambiar “consciencia” por “imaginación” para no meter en la historia más palabras raras que nadie es capaz de definir, pero sí son capaces de negar su existencia y su importancia.

Magia es entonces, en pocas palabras, cuando una persona es experta en la imaginación. Esto implica que sabe que existe, que piensa en ella, que viaja en ella y que sabe acoplarse a lo que se puede hacer con ella. Ahí vamos armando el rompecabezas: la magia es… las artes… la capacidad de engendrar fantasmas, o sea, de contar historias, y acude siempre al pulgar oponible para darles forma, no importa si es material o inmaterial. El fantasma de fantasmas, la historia por excelencia, es lo que llamamos realidad. ¡Ténganme paciencia, ya casi terminamos! Sólo queda el embrollo de los seres imaginarios. Bueno, pues básicamente son esos “fantasmas” de los que hemos venido hablando. Su diferencia fundamental con la humanidad es que son inmateriales. Lo otro es que, al igual que nosotros, tienen sus lugares y sus momentos, mejor dicho, su mundo, que es este mundo pero es algo más que este mundo y sin el cual este mundo ya no podría ser este mundo. Por lo demás, ¡todos sabemos de ellos! Todo este bendito zaperoco, y también el conflicto de esta breve historia… de las historias, es cómo demonios el homo fabulus resultó creyendo que los seres imaginarios y sus mundos imaginarios no son reales, lo cual viene a ser lo mismo que decir que la mitad de la realidad no es parte de la realidad.

II.

Ahora entran en escena los que podríamos llamar “antagonistas” de esta historia. La época es un poquito posterior a la que mencionamos hace un momento, unos cuantos milenios más adelante, lo que te enseñaron en el colegio como las “civilizaciones clásicas”. Lo que pasó y cómo pasó es en gran parte un enigma, un océano de misterio. Los datos aislados que tenemos son los siguientes: la realidad fue fracturada y la imaginación fue secuestrada. Ni siquiera sabemos si esto fue premeditado o accidental o incluso orgánico, parte de la evolución natural de las sociedades; esta no es tu clase de historia de la Segunda Guerra Mundial, donde un señor malo malote, sin una sola virtud, sin un ápice de humanidad, fue “culpable” de todo lo que salió mal. Además, como en toda guerra, hubo un montón de gente involucrada, con sus pasados y sus sesgos y sus apetitos y sus temores y sus motivaciones, y la violencia no hizo sino aumentar exponencialmente la confusión.

El caso es que ya para el siglo XIX (para todas las fechas estamos tomando como punto de referencia este universo, que llamaremos Universo A) algún señor profesional en filosofía y que no pasó a ser uno de los nombres inmortales en ese campo, salió con la historia de que en la Grecia antigua, dos mil y pico de años atrás, habíamos “superado” el mito, o sea, esas primeras historias que contábamos en torno a las hogueras, historias (según él) primitivas, irreales, fantasiosas, ingenuas, infantiles y pobladas de seres imaginarios. En su lugar había surgido la teoría (o lo que los filósofos y los profesionales en filosofía que se creen filósofos llaman “el logos”), historias serias, lógicas, estructuradas, sistemáticas y verificables, que conducen a La Verdad. No la verdad chiquita, en minúsculas, ubicada en un contexto, como cuando yo te digo la verdad sobre quién se robó las galletas de la jarra esta mañana, sino La Verdad, así, con mayúscula, con autoridad, que es la convicción de que hay una sola historia, única, omnisciente y verdadera, que explica todas las cosas del mundo y de la vida, y que un selecto grupo de grandes hombres encontró el camino para llegar a ella.

La historia del mito y el logos fue la declaración de victoria de una guerra que no por eso había terminado, como cuando cayó el muro de Berlín y Fukuyama decretó El Fin de La Historia. Los supuestos vencedores de esta guerra, los antagonistas de esta historia, son muy difíciles de encasillar, pero se caracterizan por la afirmación: “yo no creo, yo sé”. Los hay científicos, académicos, teóricos, profesionales en filosofía, filósofos, gente que se dedica a otras cosas, o sea, que no son académicos, e incluso, por increíble y enervante que parezca, contadores de historias. Para evitar enredos, los hemos agrupado bajo el nombre Burócratas de La Ciencia, cortesía del eminentísimo doctor Alopecius Mendax (HPD), alquimista, profesor, poeta y acordeonista Avant-garde (para que vean ustedes que también en la filas de las ciencias experimentales de más alto nivel se encuentran defensores de la imaginación). Las deidades tutelares de los burócratas de La Ciencia fueron documentadas por el gran maestro Terry Pratchett y se conocen como los auditores de La Realidad.

Ya no nos queda sino recoger los cabos sueltos, aunque estos suelen ser los más importantes de las historias, como bien lo sabía Walter Benjamin. Ahora sí, los demonios. Como ustedes saben, los pueblos de la antigüedad tenían diferentes nombres para los seres imaginarios. Unos les llamaban “la gente hada”, otros “la otra gente”, otros “elfos, espíritus y trolls”, por mencionar sólo algunos ejemplos; en Japón se les sigue llamando “kami” hasta nuestros días. Bastante menos conocido es el término daimón, que recobró algo de su relevancia cultural gracias al maestro Philip Pullman, quien lo empleó en uno de sus sentidos originales en su trilogía His Dark Materials (La materia oscura). Los griegos de la antigüedad les llamaban daimones a una gran cantidad de seres imaginarios, entre ellos los que eran manifestaciones de aspectos de la existencia, tales como la enfermedad, la muerte y el sueño, y los que eran manifestaciones de la alucinante variedad de fenómenos de la mente, empezando por la mente misma (Psique), además de las furias, el miedo, el terror, el amor, la tristeza y decenas más. Vale aclarar que no a todos los seres imaginarios les llamaban daimones y que las barreras entre los términos para referirse a ellos eran bastante difusas.

Pues bien, aunque la “literatura antigua” y la filosofía no parecieron encontrarlo muy relevante o lo reinterpretaron de maneras muy… creativas, hubo otro actor en La guerra de las historias que sí que mostró interés en el término daimón: la iglesia católica. Con su gran capacidad de simplificación para atraer a las masas (que en absoluto aplica a la inmensa riqueza de su teología) metieron a todos los seres imaginarios no católicos (dioses incluidos) en el mismo saco y dieron nombre a los “malos” de su historia. Unos cuantos siglos de evolución lingüística y voilà: de daimones a demonios[3]. Otra cosa interesante es que ese dualismo tan platónico de la moral cristiana (los buenos y los malos, el angelito y el demonio en los hombros de Kronk) probablemente dio origen a la idea de monstruo que tenemos en el mundo occidental moderno (así como al montón de iteraciones de Loki como un ser “malvado”).

Al infierno se fueron, junto con Lucifer y sus huestes, la liminalidad, la ambigüedad, los matices, los comportamientos paradójicos, la complejidad moral… El gran maestro Alan Moore dice que cuando piensa en esa lamentable simplificación se le viene a la mente un sonido como simiesco, una especie de “ooogh!”. A esto se debe también una de las preguntas más comunes de nuestra época. La persona llega tarde a una película y pregunta: “¿Quién es el malo”? Más interesante aún es que esta óptica se aplica incluso a La Política y a La Historia: “ese señor Putin ser malo; los gringos y la OTAN ser buenos, salvar tierra de los libres… ooogh!”.

III.

Llegados a este punto podemos dejar sentadas varias precisiones: 1. En El puente de octarina llamaremos daimones a todos los seres imaginarios (dioses incluidos). 2. Trataremos de referirnos a los demonios en sus contextos históricos y culturales específicos. 3. Cuando hablemos de “monstruos” nos estaremos refiriendo a los unos y/o a los otros (dependiendo del contexto), un poco a la manera en que el término “troll” se volvió genérico en la antigua Europa del norte. Tengan esto presente cuando hablemos, por ejemplo, de la suprema importancia de escuchar a los monstruos, una práctica estoica que discutiremos en otro momento. 4. Bien decía el gran maestro Terry Pratchett, en voz de la narradora Dios, en su obra maestra colaborativa Good Omens (Buenos presagios), que las personas no somos fundamentalmente buenas ni fundamentalmente malas, sino fundamentalmente personas.

Retomando la breve historia… de las historias y en particular el anti-clímax de La guerra de las historias, una vez convertido el mito en sapo y las grandes brujas de la antigüedad[4] en viejas mezquinas y envidiosas, vino el ataque definitivo, la bomba atómica de esta guerra. Habiendo reducido el pensamiento y la comunicación humanas a la lógica (que básicamente es el limitado lenguaje de la teoría, las supuestas únicas reglas posibles y universales del razonamiento correcto), parece apenas… lógico que los burócratas de La Ciencia pasaran a reducir la realidad a solamente la materia (y/o la energía… ojo, no “la energía” de la Nueva Era, sino la de la física). Pero sería injusto seguir alimentando la fantasía de los dandis de pelucas empolvadas y de sus herederos “brillantes”, de que ellos solitos propinaron semejante golpe y de que lo hicieron de la noche a la mañana, en cosa de un siglo. Lo más probable es que no hubiesen podido hacerlo sin la ayuda de su némesis: la iglesia católica.

Verán: una vez agrupados todos los daimones no católicos y desarrollada esa maravillosa historia que es la demonología medieval, fue natural que pasaran luego a ser falsos ídolos y de ahí a creencias no verdaderas y de ahí a supersticiones, conforme la teología le daba al catolicismo una fundamentación teórica que ninguna otra religión antigua ha tenido. Así, el catolicismo pasó a ser lógico, racional y La Verdad, mientras que lentamente todas las otras religiones antiguas, con sus correspondientes mitologías, pasaron a ser profanas, falsas, mentirosas, irreales. Entretanto, Jehová se alejaba cada vez más de sus raíces cananeas y de los dioses antiguos, humanos e imperfectos a más no poder. Cuando le dio por cambiarse el nombre a Dios, o sea, agarrar una palabra genérica para todos los de su tipo y ponerle mayúscula, quedó más que ratificado su absolutismo. No sólo el único y verdadero, no sólo “el camino, La Verdad, y la vida”, sino además perfecto, omnisciente, ominpotente, omni, omni, omni… Cada vez más parecido a ciertas teorías y a las ideas platónicas que tanto aportaron a su historia; cada vez más abstracto, más lejano, menos humano. Tal vez sin proponérselo Dios pasó de ser un daimón a ser un concepto.

Fuera del camino todos los daimones antiguos y convertido el único restante en un concepto, fue cuestión de que los dandis de pelucas empolvadas de La Ilustración y los bigotudos que creían ser sus férreos detractores, pero compartían algunos de sus más íntimos delirios, le propinaran al catolicismo su “Dios ha muerto”, ¡y listo! Desde entonces se dice que todo lo inmaterial es irreal, o, mejor dicho, que todo aquello que no pueda verificarse empíricamente… no existe. Y los estudios sociales, en vez de reivindicar su dignidad esencialmente imaginaria, se refugiaron en la lógica y se disfrazaron de Ciencias. De hecho, fue a partir de un movimiento, también en el siglo XIX, que en el colegio te enseñaron como “positivismo”, que a las ciencias naturales les quitaron el plural y les pusieron las mayúsculas: La Ciencia, una cosa que no significa nada pero que supuestamente lo sabe todo. Lo mismo hicieron con la realidad fracturada, quizá para compensar con alarde la sustancial disminución de proporciones, como hacen algunos motociclistas: La Realidad. ¿Y de dónde demonios sacaron tantas mayúsculas? Fácil: se las habían quitado al Dios del catolicismo medieval.

¿Y qué pasó entonces con los daimones? Al comienzo, no mayor cosa. El cambio de nombre no les incomodó, tenían claro que es natural en la evolución de las historias… y de la lenguaja. Las acusaciones de profanidad y luego de irrealidad tampoco los afectaron mucho que digamos… más allá de dejarlos estupefactos. ¿De dónde habían sacado los “sabios” semejantes ideas tan descabelladas, tan ridículas, tan… francamente… estúpidas? Tal vez justamente por lo descabelladas fue que encendieron las alarmas. Mal o bien eran ideas originales, incluso inusitadas, del tipo que suelen producir cambios dramáticos en las historias. Además, hacían prever una escalada en las agresiones. Hicieron bien en alarmarse: primero fue la segregación en las zonas rurales, luego San Patricio “exterminó las víboras de Irlanda” (siendo “víboras” un epíteto común para los druidas). Se iba haciendo cada vez más difícil el contacto con los humanos. Probablemente la gota que rebosó la copa fue el genocidio de las brujas, un ataque claramente dirigido a acabar con ese contacto de una vez por todas.

Es creencia común que hubo un exilio masivo de daimones, pero los pormenores del mismo son desconocidos. Algunos dicen que no partieron hacia lugar ninguno dentro de la geografía física del mundo, sino a otra dimensión (o universo… o planeta). Tampoco es claro si ocurrió en todos los continentes ni con qué intensidad; hay indicios de que en Asia y en buena parte de África no ocurrió jamás. Finalmente, parece imposible precisar la fecha: hay especulaciones que sitúan el exilio incluso en la temprana Edad Media; otras, que gozan de mayor prestigio, hablan del siglo XV, por coincidir con la Inquisición; otras, como era de esperarse, apuestan por el siglo XIX. Hay quienes afirman también que, aprovechando las empresas descubridoras, muchos daimones europeos viajaron a rehacer sus vidas en los “nuevos mundos”, donde se habrían mezclado con las poblaciones locales. Lo único absolutamente claro es que desarrollaron una alergia mortal a todo lo que medio huela al dogma materialista ateo occidental (incluyendo el catolicismo), no sólo por la persecución, las agresiones y el intento de exterminio, sino sobre todo porque lo consideran fundamentalmente inhumano, mejor dicho, contrario a la naturaleza humana más esencial. (Curiosamente, esto es una pista que conduce a una última conjetura, a la cual volveremos en un momento.)

Lo otro es que es evidente que el contacto entre personas y daimones, otrora elemental y con frecuencia espontáneo, se volvió extremadamente difícil. Sólo las brujas más dedicadas, competentes y experimentadas en cabezología[5] pueden ocasionalmente lograr algún contacto significativo. (Lo demás son charlatanes de todas las calañas concebibles y gurúes instantáneos de la Nueva Era, que se iluminan con la primera lectura sobre el tarot en Wikipedia.) Esto llevó a que se investigara el posible impacto de La guerra de las historias en la trama de la realidad, (ese tejido que une todas las historias y todos los destinos, llamado por los grecorromanos “el telar de las Parcas” y por los germanos “el tejido del wyrd”). La conclusión era previsible, aunque no por eso menos angustiosa: el puente de octarina quedó destrozado.

IV.

Fue eso lo que produjo la fractura en la realidad, es por eso que el contacto con los daimones se volvió tan difícil. Para quienes no lo sepan, el puente de octarina es… ¿era…? el puente que conecta las dimensiones material e inmaterial de la existencia. Algunos afirman que es la misma imaginación, pero el debate al respecto no se ha zanjado (aunque eso explicaría lo del secuestro de la imaginación…). Tampoco es claro si el puente puede llevar incluso a más dimensiones de la existencia. Por su parte la octarina, documentada también por el gran maestro Terry Pratchett, es el color de la magia, visible en algunos universos como el octavo color del arcoíris.

En el siglo XIX nació la literatura fantástica. Con ese nombre, con sus características modernas. Y dentro de este gran género, con todo lo equívocas que suelen ser las clasificaciones, surgió un subgénero muy especial, para el cual no existe un nombre específico en todos los idiomas, pero que los franceses llaman “fantastique”. Su característica fundamental es la irrupción inadvertida de lo fantástico en la realidad, de tal manera que el lector lo acepta sin chistar. Esto lo diferencia de otros subgéneros, como la fantasía épica, en los que se supone que todo es claramente fantástico, “irreal”. ¿Sí… ven… para dónde vamos…? La última conjetura sobre el exilio de los daimones es que, como en La carta robada de Edgar Allan Poe, no se fueron para ningún lado sino que optaron por esconderse a plena vista, aprovechando la proliferación de artilugios para guardar historias, desde los libros, que ya en ese entonces eran masivos y de fácil producción, hasta toda la familia de los espejos negros, empezando con los televisores y que por lo pronto va en los teléfonos inteligentes. Y, por supuesto, los libros electrónicos.  

Por lo demás, ¡desde el siglo XX ha pasado de todo! La Verdad hizo agua como hace siglos no ocurría y los burócratas de La Ciencia han visto seriamente cuestionada su dictadura. Es el precio de las mayúsculas y de autoproclamarse “el camino, La Verdad y la vida”: cuando el paraíso perdido no regresa, la gente empieza a impacientarse. Y como no parece que vaya a regresar, ni siquiera que haya existido jamás (más allá de #returntomonke), algunos se dieron cuenta de que siempre ha habido contraculturas, hasta en las tiranías más atroces. Historias tiránicas que terminaron subyugando a millones, como El Progreso, El Positivismo, El Cientificismo y El Capital, han encontrado los interlocutores más… inciertos, inverosímiles, imprevisibles… imaginativos, tales como la ciencia ficción, el oxímoron más hermoso, significativo y subestimado en la breve historia… de las historias, y las teorías de la conspiración, el ejemplo más fascinante de lo que hace un público informado, pero no especializado, cuando se le trata con condescendencia; como dice el maestro Joe Rogan, una forma de arte por derecho propio.

En nuestro lugar y tiempo en el mundo es extremadamente difícil no intentar imponer lo que pensamos, incluso, probablemente la mayoría de las veces, sin proponérnoslo. Como cultura nos hemos enseñado a ello. Dicen, no me consta, que en oriente es diferente, que las culturas de esa región llevan milenios construyendo un acervo acumulativo, incluyente y paradójico de experiencia humana. Sea como fuere, es muy difícil sacudirse la sensación de que en Occidente, y por extensión en el globalizado Universo A, el conocimiento es prescriptivo, es decir, consiste en decirle al otro qué pensar y explicarle por qué supuestamente tiene sentido que piense de ese modo. Incluso tiene uno a veces la sensación de que hay disciplinas que han dedicado milenios a explicar por qué el otro está equivocado y acto seguido exponer, más bien revelar, cuál es la doctrina verdadera.

En la película Instinto, de 1999, (sé que está basada en un libro, pero confieso que no lo he leído), el profesor Ethan Powell le explica a su psiquiatra Theo Caulder, el Tabibu Juha, o profesor idiota, por qué tiene una actitud de “atacante”. En la misma línea decía el gran maestro Saramago que “el trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”. Muchas conversaciones, sobre todo acerca de las cosas importantes del mundo o sobre las ideas prohibidas, como las creencias religiosas y las teorías de la conspiración, se sienten como si el interlocutor le dijera a uno: mira, pequeño, lo que pasa es que tú eres un idiota y yo, oh gran experto iluminado en… (ponga aquí su pila de cartones) te voy explicar por qué. Y uno se muere por contestar: yo sé que soy un idiota, pero no me interesa que tú, oh gran sabio, me expliques por qué. Me gustaría más bien que juntos explorásemos nuestras respectivas idioteces.

En su entrevista hermosa sobre los diálogos con Osvaldo Ferrari, el gran maestro Borges decía que las polémicas eran inútiles, que los diálogos tenían que ser investigaciones, no juegos con ganadores y perdedores, y que era indiferente quien tuviera la razón, de qué boca o de qué nombre o de qué rostro saliera la conclusión. En el mismo sentido, decía el gran maestro Jean-François Lyotard que el verdadero papel de la filosofía consistía en restablecer el diálogo entre opuestos significativos y volver a las preguntas, más que ofrecer respuestas prefabricadas y recetas de pensamiento. Pues es difícil no sentir que se empieza malogrando la conversación si se obliga a las personas a partir de una noción de realidad estrecha y arbitraria que no les ofrece absolutamente nada para relacionarse con la mitad de su experiencia de vida. Por eso aquí hablaremos de historias y todas las ideas serán para nosotros eso, ni más ni menos que eso: historias. Porque las historias son, por definición, de opción múltiple, como el pasado del Joker, como los mitos, como los cómics, y les interesa explorar, viajar, jugar… no prescribir fórmulas obligatorias sobre cómo pensar ni sobre cómo vivir.


[1] A pesar de ser de género neutro en algunos idiomas y hasta masculino en otros, el mundo es indudablemente femenina, como ratificarán luego todas las diosas madres y corregirán varias lenguas con el sinónimo “tierra”.

[2] Documental The Mindscape of Alan Moore: https://www.youtube.com/watch?v=Nn–5pOVoEI

[3] Video The History of Demons, canal Religion for Breakfast: https://www.youtube.com/watch?v=Ee3HQ_luNqE&ab_channel=ReligionForBreakfast

[4] Aquí también se incluyen practicantes de todos los géneros y no-géneros concebibles (con las disculpas de la lógica superflua), pero la brujería es un arte esencialmente femenina.

[5] También conocida como teúrgia o alta magia, es el tipo de magia que practican las brujas. Su axioma fundamental es que el pensamiento crea la realidad. Por lo tanto, la maestría del pensamiento es la maestría de la realidad. Por su parte, la baja magia o taumaturgia es la que practican los magos y/o académicos, dependiendo del universo; en el Universo A es el dominio de la mayoría de los académicos, más exactamente los burócratas de La Ciencia.

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