Yo de poesía no sé nada. Pero me imagino la historia más o menos así: primero fueron los sonetos (al menos en la modernidad) con su montón de reglas para una versificación que declamada sonara como una canción… o algo así. Luego está el lenguaje poético o el carácter poético de algo, “luego” no temporalmente sino como sinónimo de además. Entonces están todas las figuras retóricas que mis colegas enseñan a nuestros estudiantes y que son como doscientas pero todos confundimos con metáforas. Ya cuando algo no es metáfora toca preguntarle a San Google a ver qué demonios es. Algunas otras figuras me las recuerda el pasado, como las onomatopeyas en boca de una hermosa niña o la hipérbole, que corre en mi sangre paisa en proporciones iguales a las del tinto y la arepa. Para rematar, tenemos a Octavio Paz, diciendo que en cierto sentido todas las artes son poéticas.
Lo importante del lenguaje poético y/o del carácter poético de algo, creo, es que lo figurativo reemplaza a lo literal y lo simbólico desempeña un papel esencial. Supongo entonces que el símbolo reemplaza al hecho o algo así, si uno contrastara un poema con, por ejemplo, una noticia. Volviendo a la forma, todavía en los días de mis abuelos, hace más o menos un siglo, hacer poesía no era cualquier cosa y no cualquiera era poeta; la poesía era un arte y como tal requería un conocimiento, una técnica y, sobre todo, una práctica constante, que ya se había vuelto cancha[1] para cuando salían los mejores versos… casi siempre… Porque la cosa es que ya hace más de dos siglos Rimbaud escribía versos antes de sus veinte años, versos que casi todo el mundo entiende pero yo no y que a mí no me suenan ni audaces ni groundbreaking[2] ni, mucho menos, de cadencia musical evidente (mucho de esto seguro se debe a la traducción, no desconozco esa dificultad).
Para empeorar la situación, más o menos por la misma época Baudelaire inventó la poesía en prosa (o al menos la reinventó para la modernidad) con sus maravillosos Pequeños poemas en prosa, también titulados Tedio en París, lo cual dio origen a dos cosas más: 1) un nuevo complique en el asunto este de la poesía y 2) la larga tradición del tedio pequeñoburgués, uno de los fenómenos más importantes de la modernidad, al que le debemos lo mejor y lo peor de nuestra época. Esos poemitas del spleen sí que me gustan, desde muy niño, pero ya bastante ambigua se estaba poniendo la cosa con el verso libre como para meter la prosa en el sambumbe. Total, sobre todo en términos formales llegamos al siglo XX con los puristas esforzándose por mantener un mínimo de coherencia en la escritura de la poesía, Cummings deconstruyendo la gramática, algunos genios haciendo verso libre formidable sin tener una puñetera idea de cómo lo estaban haciendo, y un número tan peligroso como creciente de haraganes que tampoco sabían lo que hacían pero cuyos esfuerzos resultaron menos afortunados.
Lo de haraganes no me lo inventé yo (ni más faltaba, mal haría en desdecir de mis predecesores y colegas) sino un sonetista y versificador libre de talla mundial, un tal Borges, durante una de sus charlas con los estudiantes del programa de escritura de la Universidad de Columbia, en 1971[3]. Borges advertía sobre la importancia de empezar escribiendo sonetos para el aprendizaje de la escritura poética, sobre todo porque consideraba el verso libre mucho más difícil, cuando el estudiante con quien conversaba manifestó que a él no le parecía difícil. Borges replicó entonces algo como: “bueno tal vez usted sea un genio y yo no sepa, si ese es el caso no hay problema; pero mi experiencia ha sido que se trata casi siempre de un gesto de haraganería”. El día que leí eso descubrí mi haraganería; no fue la primera ni la última vez, sólo una de muchas. Quizá el origen de mi ignorancia poética sea elemental: jamás he leído sobre sonetos e incluso la mayoría de sonetistas me aburren mortalmente. No tengo el menor interés en aprender sobre el tema en el mediano plazo. Sea este un sentido homenaje a ese estudiante anónimo que con valiente desvergüenza desnudó no sólo su haraganería sino su pedantería adolescente frente al gran maestro.
Medio siglo después de esa conversación en Columbia, qué no ha pasado bajo sol… Está la spoken word poetry, que ha producido gigantes como Bo Burnham y Sarah Kay pero en la que también se consiguen manualitos y tutoriales para escribirla, que por alguna razón no me suenan a los manuales de poesía de siempre, con las reglas de versificación y demás, sino a recetas para la fabricación en serie… y pasa exactamente como en la cocina, que también es un arte: puedes seguir la receta al pie de la letra y ser la negación viviente de la sazón y hacer una porquería de sancocho; puedes hacer empanadas en serie pero no llegarle ni a los talones a mi mamá… Luego está la slam poetry, que si le entendí a San Google se acerca más a una competencia de rap freestyle… y ahí volvemos a pendular hacia la poesía más pura y los conocedores de rap sabrán recomendarme gente a la altura de un Sabines…
Y nos devolvemos a algunos raperos de Transmilenio, no me malentiendan, no es mi intención hablar mal de nadie, pero también es cierto que nadie es bueno en todo y hay muchos que no son buenos para ciertas cosas… como las rimas. Imagínense lo que pasaría si yo me subiera a un Transmilenio a hacer veintiunas, además del montón de demandas por daños y perjuicios. Más o menos lo mismo pasa con esos raperos y es muy fácil de identificar, porque sus “improvisaciones” tienen muletillas que están en más del 90% de los versos. No soy capaz de imitarlo (lo cual dice mucho de mis ineptitudes poéticas, seguro un poeta accomplished[4] imita con gran facilidad a los poetas malos) pero se me grabó indeleble en la memoria la muletilla que muchos usaban hace como diez años (o sea, hacia el 2013), que era el “ya”: “y vengo ya rimando, y ya improvisando…”, y así, todos los versos de la supuesta improvisación empezaban con esa palabra.
Vamos llegando a las terrazas más bajas de este purgatorio poético y nos encontramos al viejo confiable, aunque quizá ni tanto porque le han hecho fama de patán, pero al menos para ese nuevo arte que consiste en caerle al caído públicamente, sobre todo si ha puesto una papaya más grande que el zapallo de Macedonio… Mejor dicho, criticar al exponente más destacado de la pésima poesía ya es como un derecho parecido al dominio público. Y en el mundo de habla hispana ese honor de tener las orejas perpetuamente enrojecidas por la bilis telepática y virtual de millones de desconocidos se lo lleva el maestro Arjona. Más que merecido, sobre todo si uno tiene un método y varias personas ya lo han descifrado. Así es, lo que insinuaba con los manualitos y tutoriales de spoken word poetry, pero en este caso de frente y sin asco: un método, El Método Arjona… y como no, su club de fans, con podcast en su honor y todo…
Y hablando de fórmulas para escribir cosas, bueno, no cualesquiera cosas, sino poemas, se me vienen a la mente las letras de reguetón, testimonio inmejorable de la evolución del meme en la última década. Conjugando simpleza y profundidad como sólo el haiku lo había logrado, un meme de hace ya varios años logró expresar la fórmula para escribir canciones de reguetón. Sin duda hubo también mucho de algorítmica avanzada en ese proyecto. Esos poemas excelsos, sobra decirlo, están a una distancia incalculable de mi entendimiento, lo cual por fortuna no es el caso de las autoridades políticas y musicales. Los juglares del perreo intenso han sido condecorados por alcaldes y premios musicales por su contribución a la poesía urbana.
Todo lo dicho ratifica sin lugar a dudas que yo no tengo ni malicia indígena de cómo funciona la poesía. Y no estoy siendo irónico. Nunca he querido aprender cómo funciona, a veces identifico un gran poeta sin saberlo, un segundo después vilipendio un poeta urbano recién condecorado y cuando intento escribir cosas poéticas no tengo ni la más remota sospecha de dónde demonios poner al engendro resultante. Entonces recurro a mi vieja confiable en una época en la que no existe La Verdad y en un género en el que, gracias a los dioses y a Nietzsche, nunca ha existido, por más que en otros días tuviese un código, ahora más desteñido que el positivismo lógico[5]. Esa vieja confiable es la honestidad. No sé escribir poesía y aunque hoy en día todo el mundo puede decirse poeta, yo no quiero insultar a quienes sí saben de ella: poetas, profesores, Arjona, alcaldes, jurados de premios y reguetoneros. Por eso decidí bautizar a esos texticos que escribo y que aparecerán en esta sección como PoPesía. Para más detalles sobre lo que entiendo por pop, por favor vayan a mi especulación al respecto, pero acá me refiero al pop como un producto ligero, muchas veces prefabricado y cuyo valor cultural equivale al de la small talk[6] o el contenido digital en serie. Si el resto de mi literatura trato de mantenerla baja en pretensiones, por aquello de los triglicéridos, mi PoPesía vendría a ser el equivalente lírico de una barra de cereal o una lechuga dietética. Así que por favor, de por dios santísimo, se los suplico: no busquen valor artístico en ella, pero si le encuentran algo disfrutable, bienvenidos sean a degustarla.
[1] Este dicho en algunos países de habla hispana significa experiencia, práctica, pero también pericia, maña. Es similar en cierto sentido a “tener calle”, experiencia vivida en contextos diversos, incluyendo aquellos menos favorecidos de la sociedad, y capacidad adquirida para enfrentar desde problemas prácticos hasta dilemas existenciales en esos contextos.
[2] Esta palabra hace referencia a algo novedoso que rompe esquemas. La traducción más cercana en castellano es “revolucionario” pero, como se estarán imaginando ya, no me satisface ni poquito. Sencillamente (y gracias a los dioses) no es la misma cosa.
[3] Jorge Luis Borges, El aprendizaje del escritor, Sudamericana.
[4] No encuentro una traducción satisfactoria al español pero la palabra significa algo así como “realizado”, o sea, una persona que ha desplegado a plenitud su potencial para algo.
[5] Superstición incomprensible según la cual sólo existe lo materialmente verificable.
[6] Traducción literal: charla o conversación pequeña. Se refiere a las conversaciones intrascendentes que se sostienen como por hacer el deber, como por entablar contacto con otra persona. Históricamente hablando, los boomers aman el small talk en consultorios médicos, filas de trámites administrativos y buses urbanos, mientras que los centennials tienen postdoctorado en ella, pues todas las conversaciones de WhatsApp son una repugnante y desordenada deformación del género. Curiosamente, muchos de ellos son absolutamente incapaces de la small talk presencial. Es un fenómeno trágico y preocupante.